Abrazo

Me despierta el áspero susurro que estuve esperando por semanas. Escucho que se desliza por el antiguo piso de parqué, y algunas tablas sueltan un débil quejido al ser palpadas por su recorrido. Siento cómo la pata de la cama se estremece mientras sube, enroscándose con sigilo, y se mete bajo las sábanas. Mi sangre se acelera, pero debo mantenerme sereno para no espantarlo. Tampoco quiero despertar al viejo de al lado, que la otra vez empezó a mirar por la fisura abierta desde el terremoto. Me quedo en silencio y boca abajo, porque así le hago más fácil el trabajo. Comienza a enrollarse pacientemente en torno a mis tobillos. Después de hacer un nudo firme, continúa reptando por mis piernas. Los pelos de mis muslos me revelan el rumbo errático que sigue mientras me envuelve, acalorando mi piel con cada roce. Disfruto cómo se expande el abrazo tibio de sus fibras, que van penetrando con vigor todas las hendiduras de mi piel. Mi pulso se apura: anticipo su llegada a mi garganta. Pero, de pronto, se desvía del camino de siempre. Mis jadeos se acortan. Nuevos nudos incomprensibles se van imprimiendo sobre mi cuerpo medio adormecido, en direcciones que me desorientan y me distorsionan. El viejo colchón resiste estoico ante mis espasmos, pero la manta cede y cae al suelo con un ruido sordo. Los tironeos me reducen a formas fascinantes que no alcanzo a comprender. Me agito en la deliciosa desesperación de abandonarme al hormigueo de mi figura entumecida. Mi esternón suelta un crujido y pierdo toda gravedad.